domingo, 28 de febrero de 2016

EL DIABLO DE LOS NÚMEROS

El Diablo de los Números - Hans Magnus Enzensberger


PRIMERA NOCHE

Capítulo 1
La primera noche
Hacía mucho que Robert estaba harto de soñar.
Se decía: Siempre me toca hacer el papel de tonto.
Por ejemplo, en sueños le ocurría a menudo ser tragado por un pez gigantesco y desagradable, y cuando estaba a punto de ocurrir llegaba a su nariz un olor terrible. O se deslizaba cada vez más hondo por un interminable tobogán. Ya podía gritar cuanto quisiera ¡Alto! o ¡Socorro!, bajaba más y más rápido, hasta despertar bañado en sudor.
A Robert le jugaban otra mala pasada cuando ansiaba mucho algo, por ejemplo una bici de carreras con por lo menos veintiocho marchas. Entonces soñaba que la bici, pintada en color lila metálico, estaba esperándolo en el sótano. Era un sueño de increíble exactitud. Ahí estaba la bici, a la izquierda del botellero, y él sabía incluso la combinación del candado: 12345. ¡Recordarla era un juego de niños! En mitad de la noche Robert se despertaba, cogía medio dormido la llave de su estante, bajaba, en pijama y tambaleándose, los cuatro escalones y... ¿qué encontraba a la izquierda del botellero? Un ratón muerto. ¡Era una estafa! Un truco de lo más miserable.
Con el tiempo, Robert descubrió cómo defenderse de tales maldades. En cuanto le venía un mal sueño pensaba a toda prisa, sin despertar: Ahí está otra vez este viejo y nauseabundo pescado. Sé muy bien qué va a pasar ahora. Quiere engullirme.
Pero está clarísimo que se trata de un pez soñado que, naturalmente, sólo puede tragarme en sueños, nada más.
O pensaba: Ya vuelvo a escurrirme por el tobogán, no hay nada que hacer, no puedo parar de ningún modo, pero no estoy bajando de verdad. Y en cuanto aparecía de nuevo la maravillosa bici de carreras, o un juego para ordenador que quería tener a toda costa -ahí estaba, bien visible, a su alcance, al lado del teléfono-, Robert sabía que otra vez era puro engaño. No volvió a prestar atención a la bici. Simplemente la dejaba allí. Pero, por mucha astucia que le echara, todo aquello seguía siendo bastante molesto, y por eso no había quien le hablara de sus sueños.
Hasta que un día apareció el diablo de los números.
Robert vio a un señor bastante mayor, más o menos del tamaño de un saltamontes, que se columpiaba en una hoja de acedera y le miraba con ojos relucientes.
Robert se alegró de no soñar esta vez con un pez hambriento, y de no deslizarse por un interminable tobogán desde una torre muy alta y muy vacilante.
En su lugar, soñó con una pradera. Lo curioso es que la hierba era altísima, tan alta que a Robert le llegaba al hombro y a veces hasta la cabeza.
Miró a su alrededor y vio, justo delante de él, a un señor bastante viejo, bastante bajito, más o menos como un saltamontes, que se mecía sobre una hoja de acedera y le miraba con ojos brillantes.
-¿Quién eres tú? -preguntó Robert.
El hombre le gritó, sorprendentemente alto: -¡Soy el diablo de los números! Pero Robert no estaba de humor para aguantarle nada a semejante enano.
-En primer lugar -dijo-, no hay ningún diablo de los números.
-¿Ah, no? ¿Entonces por qué estás hablando conmigo, si ni siquiera existo? -Y en segundo lugar, odio todo lo que tiene que ver con las Matemáticas.
-¿Por qué? -«Si dos panaderos hacen 444 trenzas en seis horas, ¿cuánto tiempo necesitarán cinco panaderos para hacer 88 trenzas?» Qué idiotez -siguió despotricando Robert-. Una forma idiota de matar el tiempo. Así que ¡esfúmate! ¡Largo! El diablo de los números se bajó con un elegante salto de su hoja de acedera y se sentó al lado de Robert, que en protesta se había sentado entre la hierba, alta como un árbol.
-¿De dónde te has sacado esa historia de las trenzas? Seguro que del colegio.
-¡Y de dónde si no! -dijo Robert-. El señor Bockel, ese principiante que nos da Matemáticas, siempre tiene hambre, a pesar de estar tan gordo.
Cuando cree que no le vemos porque estamos haciendo los deberes, saca una trenza de su maletín y se la devora mientras nosotros hacemos cuentas.
-¡Vaya! -exclamó el diablo de los números, sonriendo con sorna-. No quiero decir nada en contra de tu profesor, pero la verdad es que eso no tiene nada que ver con las Matemáticas. ¿Sabes una cosa? La mayoría de los verdaderos matemáticos no sabe hacer cuentas. Además, les da pena perder el tiempo haciéndolas, para eso están las calculadoras. ¿No tienes una? -Sí, pero en el colegio no nos dejan usarla.
-¡Ajá! -dijo el diablo de los números-. No importa.
No hay nada que objetar a un poco de práctica con las tablas. Puede ser muy útil si uno se queda sin pilas. ¡Pero las Matemáticas, ratoncito, eso es muy diferente! -Sólo quieres que cambie de idea -dijo Robert-.
No te creo. Si me agobias en sueños con deberes, gritaré. ¡Eso se llama malos tratos a menores! -Si hubiera sabido que eres tan cobardita -dijo el diablo de los números-, no habría venido. Al fin y al cabo, no quiero más que charlar contigo un poco. La mayoría de las veces estoy libre por las noches, así que pensé: Pásate a ver a Robert, seguro que está harto de bajar siempre el mismo tobogán.
-Cierto.
-¿Lo ves? -Pero no voy a dejar que me tomes el pelo -gritó Robert-. Que no se te olvide.
Pero entonces el diablo de los números se puso en pie de un salto, y de repente ya no era tan bajito.
-¡Así no se le habla a un diablo! -gritó.
Pateó la hierba hasta que quedó aplastada en el suelo, y sus ojos echaban chispas.
-Perdón -murmuró Robert.
Todo aquello estaba empezando a resultarle un poco inquietante.
-Si es tan sencillo hablar de Matemáticas como de películas o de bicicletas, ¿para qué se necesita un diablo? -Por eso mismo, querido -respondió el anciano-: Lo diabólico de los números es lo sencillos que son. En el fondo ni siquiera necesitas una calculadora.
Para empezar, sólo necesitas una cosa: el uno. Con él puedes hacerlo casi todo. Por ejemplo, si te dan miedo las cifras grandes, digamos...cinco millones setecientos veintitrés mil ochocientos doce, empieza simplemente así: y sigue hasta que hayas llegado a los cinco millones etcétera. ¡No dirás que es demasiado complicado para ti! Eso puede entenderlo hasta el más idiota, ¿no?
-Sí -dijo Robert.
-Y eso aún no es todo -prosiguió el diablo de los números. Ahora tenía en la mano un bastón de paseo con empuñadura de plata, y lo agitaba delante de las narices de Robert-. Cuando hayas llegado a cinco millones etcétera, simplemente sigues contando. Verás que sigues hasta el infinito.
Porque hay infinitos números.
Robert no sabía si creérselo.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó-, ¿Has probado a hacerlo? -No, no lo he hecho. En primer lugar llevaría demasiado tiempo, y en segundo lugar es superfluo.
Robert se quedó igual que estaba.
-O puedo contar hasta llegar allí, y entonces no es infinito -objetó-, o si es infinito no puedo contar hasta allí.
-¡Mal! -gritó el diablo de los números. Su bigote temblaba, se puso rojo, su cabeza se hinchó de rabia y se hizo más y más grande.
-¿Mal? ¿Por qué mal? -preguntó Robert.
-¡Necio! ¿Cuántos chicles crees que se han comido hoy en todo el mundo? -No lo sé.
-Más o menos.
-Muchísimos -respondió Robert-. Sólo con Albert, Bettina y Charlie, con los de mi clase, con los que se han comido en la ciudad, en toda Alemania, en América... miles de millones.
-Por lo menos -dijo el diablo de los números-.
Bien, supongamos que hemos llegado al último de los chicles. ¿Qué hago entonces? Saco otro del bolsillo, y ya tenemos el número de todos los consumidos más uno... el siguiente. ¿Comprendes? No hace falta contar los chicles. Simplemente saber cómo seguir. No necesitas más.
Robert reflexionó un momento. Luego, tuvo que admitir que el diablo de los números tenía razón.
-También se puede hacer al revés -añadió el anciano.
-¿Al revés? ¿Qué quieres decir con al revés? -Bueno, Robert -el anciano volvía a sonreír-, no sólo hay números infinitamente grandes, sino también infinitamente pequeños. Y además, infinitos de ellos.
Al decir estas palabras, el tipo agitó su bastón ante el rostro de Robert como si de una hélice se tratara.
Se marea uno, pensó Robert. Era la misma sensación que en el tobogán por el que con tanta frecuencia se había deslizado.
-¡Basta! -gritó.
-¿Por qué te pones tan nervioso, Robert? Es algo enteramente inofensivo. Mira, sacaré otro chicle.
Aquí está...
De hecho, sacó del bolsillo un auténtico chicle.
Sólo que era tan grande como la balda de una estantería, que tenía un aspecto sospechosamente lila y que estaba duro como una piedra.
-¿Eso es un chicle? -Un chicle soñado -dijo el diablo de los números-.
Lo compartiré contigo. Presta atención. Hasta ahora está entero. Es mi chicle. Una persona, un chicle.
Puso un trozo de tiza, de aspecto sospechosamente lila, en la punta de su bastón y prosiguió: -Esto se escribe así:
Dibujó los dos unos directamente en el aire, como hacen los aviones-anuncio que escriben mensajes en el cielo. La escritura lila flotó sobre el fondo de las nubes blancas, y sólo poco a poco se fue fundiendo como un helado de mora.
Robert miró hacia lo alto.
-¡Alucinante! -dijo-. Un bastón así me haría falta.
-No es nada especial. Con esto escribo en todas partes: nubes, paredes, pantallas. No necesito cuadernos ni maletín. ¡Pero no estamos hablando de eso! Mira el chicle. Ahora lo parto, cada uno de nosotros tiene una mitad. Un chicle, dos personas. El chicle va arriba y las personas abajo:
»Y ahora, naturalmente, los otros de tu clase también querrán su parte.
-Albert y Bettina -dijo Robert.
-Me da lo mismo. Albert se dirige a ti y Bettina a mí, y ambos tenemos que repartir. Cada uno recibe un cuarto:
»Naturalmente, con esto falta mucho para que hayamos terminado. Cada vez viene más gente que quiere algo. Primero los de tu clase, luego todo el colegio, toda la ciudad. Cada uno de nosotros cuatro tiene que dar la mitad de su cuarta parte, y luego la mitad de la mitad y la mitad de la mitad de la mitad, etcétera.
-Y así hasta el aburrimiento -dijo Robert.
-Hasta que los trozos de chicle se vuelven tan pequeños que ya no se pueden ver a simple vista.
Pero eso no importa. Seguimos dividiéndolos hasta que cada una de las seis mil millones de personas que hay en la Tierra tenga su parte. Y luego vienen los seiscientos mil millones de ratones, que también quieren lo suyo. Te darás cuenta de que de ese modo nunca llegaríamos al final.
El anciano había escrito en el cielo, con su bastón, cada vez más unos de color lila bajo una raya lila infinitamente larga.
-¡Vas a pintarrajear el mundo entero! -exclamó Robert.
-¡Ah! -gritó el diablo de los números hinchándose cada vez más-. ¡Sólo lo hago por ti! Eres tú el que tiene miedo a las Matemáticas y quiere que todo sea lo más fácil posible para no confundirse.
-Pero, a la larga, estar todo el tiempo utilizando unos es una verdadera lata. Además es bastante trabajoso -se atrevió a objetar Robert.
-¿Ves? -dijo el anciano, borrando descuidadamente el cielo con la mano hasta que desaparecieron todos los unos-. Naturalmente, sería mucho más práctico que se nos ocurriera algo mejor que sólo 1 + 1 + 1 + 1... Por ese motivo inventé todos los demás números.
-¿Tú? ¿Dices que tú has inventado los números? Perdona, pero eso sí que no me lo creo.
-Bueno -dijo el anciano-, yo o algunos otros.
Da igual quién fue. ¿Por qué eres tan desconfiado? Si quieres, no me importa enseñarte cómo se hacen todos los demás números a partir del uno.
-¿Y cómo es eso?
-Muy fácil. Lo hago así:

-El siguiente es:

-Probablemente para esto necesitarás tu calculadora.
-Tonterías -dijo Robert-:
-¿Ves? -dijo el diablo de los números-, ya has hecho un dos, sólo con unos. Y ahora por favor dime cuánto es:
-Eso es demasiado -protestó Robert-. No puedo calcularlo de memoria.
-Entonces, coge tu calculadora.
-¿Y de dónde la saco? Uno no se trae la calculadora a los sueños.
-Entonces coge ésta -dijo el diablo de los números, y le puso una en la mano. Tenía un tacto extrañamente blando, como si estuviera hecha de masa de pan. Era de color verde cardenillo y pegajosa, pero funcionaba. Robert pulsó:
¿Y qué salió?
-¡Estupendo! -dijo Robert-. Ahora ya tenemos un tres.
-Bueno, pues ahora no tienes más que seguir haciendo lo mismo.
Robert tecleó y tecleó:
-¡Muy bien! -el diablo de los números le dio unas palmadas en la espalda a Robert-. Esto tiene un truco especial. Seguro que ya te has dado cuenta.
Si sigues adelante no sólo te salen todos los números del dos al nueve, sino que además puedes leer el resultado de delante atrás y de detrás adelante, igual que en palabras como ANA, ORO o ALA.
Robert siguió intentándolo, pero al llegar a
la calculadora entregó su espíritu. Hizo ¡Puf! y se convirtió en una pasta verde cardenillo que se escurría lentamente.
-¡Maldición! -gritó Robert, quitándose la masa verde de los dedos con el pañuelo.
-Para eso necesitas una calculadora más grande.
Para un ordenador decente una cosa así es un juego de niños.
-¿Seguro? -¡Claro! -dijo el diablo de los números.
-¿Y siempre sigue así? -preguntó Robert-. ¿Hasta que te aburras? -Naturalmente.
-¿Has probado con...?
-No, no lo he hecho.
-No creo que resulte -dijo Robert.
El diablo de los números empezó a hacer la cuenta de memoria. Pero al hacerlo volvió a hincharse amenazadoramente, primero la cabeza, hasta parecer un globo rojo; de furia, pensó Robert, o por el esfuerzo.
-Espera -gruñó el anciano-. Sale una verdadera ensalada. ¡Maldición! Tienes razón, no resulta.
¿Cómo lo has sabido? -No lo sabía -dijo Robert-. Simplemente lo adiviné.
No soy tan tonto como para hacer un cálculo así.
-¡Desvergonzado! En las Matemáticas no se adivina nada, ¿entendido? ¡En las Matemáticas se procede con exactitud! -Pero tú has dicho que eso era siempre así, hasta el aburrimiento. ¿Acaso no es eso adivinar? -¿Qué estás diciendo? ¡Quién te has creído que eres! ¡Un principiante, y nada más! ¿Pretendes enseñarme cuántos son dos y dos? A cada palabra que decía, el diablo de los números se volvía más grande y más gordo. Jadeó para coger aire. Robert empezaba a tenerle miedo.
-¡Enano de los números! ¡Cabeza hueca! ¡Montón de mocos! -gritó el anciano, y apenas había dicho la última frase cuando explotó de rabia, con un fuerte estallido.
 Robert se despertó. Se había caído de la cama.
Estaba un poquito mareado, pero aun así no pudo por menos que reírse al pensar cómo había arrinconado al diablo de los números.
SEGUNDA NOCHE




Capítulo 2
La segunda noche
Robert se escurría. Seguía siendo lo mismo de siempre: apenas se quedaba dormido, empezaba. Siempre tenía que bajar. Esta vez era por una especie de cucaña. No mires hacia abajo, pensó Robert, se agarró fuerte y se escurrió con las manos al rojo vivo, abajo, abajo, abajo... Cuando aterrizó de golpe sobre el blando suelo de musgo, escuchó una risita. Delante de él, sentado en una seta de color marrón, suave como el terciopelo, estaba el diablo de los números, más bajito de lo que lo recordaba, que le miraba con sus ojos brillantes.
-¿De dónde sales tu? -le preguntó a Robert.
Este señaló hacia arriba. La cucaña por la que había bajado llegaba hasta muy alto, y vio que tenía arriba un trazo oblicuo. Robert había aterrizado en un bosquecillo de gigantescos unos.
El aire a su alrededor zumbaba. Como mosquitos, los números bailaban ante sus narices. Intentó espantarlos con ambas manos, pero eran demasiados, y sintió que cada vez más de esos diminutos doses, treses, cuatros, cincos, seises, sietes, ochos y nueves empezaban a rozarlo. A Robert le resultaban ya lo bastante repugnantes las polillas y las mariposas nocturnas como para que esos bichos se le acercaran demasiado.
-¿Te molestan? -preguntó el anciano. Extendió la palma de su manita y ahuyentó a los números con un soplo. De pronto el aire estaba limpio, sólo los unos, altos como árboles, seguían estando allí como un solo uno, alzándose hasta el cielo-. Siéntate, Robert -dijo el diablo de los números. Esta vez era sorprendentemente amable.
-¿Dónde? ¿En una seta?
-¿Por qué no?
Porque es una tontería -se quejó Robert-. ¿Dónde estamos? ¿En un libro infantil]? La última vez estabas sentado en una hoja de acedera, y ahora me ofreces una seta. Me suena familiar, lo he leído antes en algún sitio.

«No mires abajo», pensó Robert, se agarró con fuerza y resbaló con las manos ardiendo... Había aterrizado en un bosquecillo de gigantescos unos.
-Quizá sea la seta de Alicia en el país de las maravillas -dijo el diablo de los números.
-¡El Diablo sabe qué tendrá que ver esta cosa de los cuentos con las Matemáticas! -rezongó Robert.
Eso es lo que ocurre cuando se sueña, querido. ¿Crees quizá que yo me he inventado todos estos mosquitos? No soy yo el que se tumba en la cama y duerme y sueña. ¡Estoy bien despierto! ¿Qué haces, pues? ¿Piensas quedarte eternamente ahí de pie?
Robert se dio cuenta de que el anciano tenía razón. Se encaramó a la siguiente seta. Era enorme, blanda y abombada, y cómoda como el sillón de un hotel.
-¿Qué te parece?
-Pasable -dijo Robert-. Tan sólo me pregunto quién se ha inventado todo esto, esos mosquitos numéricos y esa cucaña en forma de uno por la que he bajado. Algo así no se me hubiera ocurrido a mí ni en sueños. ¡Fuiste tú!
-Puede ser -dijo el diablo de los números irguiéndose satisfecho en su seta-. ¡Pero falta algo!
-¿Qué?
-El cero.
Era cierto. Entre todos los mosquitos y polillas no había ni un cero.
-¿Y por qué? -preguntó Robert.
Porque el cero es el último número que se les ocurrió a los seres humanos. Tampoco hay que sorprenderse, el cero es el número más refinado de todos. ¡Mira!
Volvió a empezar a escribir algo en el cielo con su bastón, allá donde los unos altos como árboles dejaban un hueco:
-¿Cuándo naciste, Robert?
-¿Yo? En 1986 -dijo Robert un poco a regaña-dientes. Y el anciano escribió:
-Eso ya lo he visto yo -exclamó Robert-. Son esos números anticuados que pueden verse a veces en los cementerios.
-Proceden de los antiguos romanos. Los pobres no lo tenían nada fácil. Sus números son difíciles de descifrar, empezando por ahí. Pero seguro que sabrás leer este:
-Uno -dijo Robert.
-Y
-X es diez.
-Muy bien. Entonces, querido, tú naciste en
-¡Dios mío, qué complicado! -gimió Robert.
-Cierto. ¿Y sabes por qué? Porque los romanos no tenían ceros.
-No entiendo. Tú y tus ceros... Cero es simplemente nada.
-Correcto. Eso es lo genial del cero -dijo el anciano.
-Pero ¿por qué nada es un número? Nada no cuenta nada.
-Quizá sí. No es tan fácil aproximarse al cero. Intentémoslo, de todos modos. ¿Te acuerdas todavía de cómo repartimos el chicle grande entre todos los miles de millones de personas, por no hablar de los ratones? Las porciones se hicieron cada vez más pequeñas, tan pequeñas que ya no era posible verlas, ni siquiera al microscopio. Y hubiéramos podido seguir dividiendo, pero nunca habríamos alcanzado la nada, el cero. Casi, pero nunca del todo.
-¿Entonces? -dijo Robert.
-Entonces tenemos que empezar de otra forma. Quizá lo intentemos restando. Restando es más fácil.
El anciano extendió su bastón y tocó uno de los gigantescos unos. Enseguida empezó a encogerse, hasta que estuvo, cómodo y manejable, a la altura de Robert.
-Bien, calcula.
-No sé calcular -afirmó Robert.
-Absurdo
-Uno menos uno es cero -dijo Robert-. Está claro.
-¿Ves? Sin el cero no es posible.
-Pero ¿para qué hemos de escribirlo? Si no queda nada, tampoco hace falta escribir nada. ¿Para qué un número aposta para algo que no existe?
-Entonces calcula:
-Uno menos dos es menos uno.
-Correcto. Sólo que... sin el cero, tu serie numérica tiene el siguiente aspecto:
»La diferencia entre 4 y 3 es uno, entre 3 y 2 otra vez uno, entre 2 y 1 otra vez uno, ¿y entre 1 y-1?
-Dos -aseguró Robert.
-Así que tienes que haberte comido un número entre 1 y -1.
-¡El maldito cero! -exclamó Robert.
-Ya te he dicho que sin él las cosas no funcionan. Los pobres romanos también creían que no les hacía falta el cero. Por eso no podían escribir sencillamente 1986, sino que tenían que andar atormentándose con sus M y C y L y X y V.
-Pero ¿qué tiene que ver eso con nuestros chicles y con restar? -preguntó Robert, nervioso.
-Olvídate del chicle. Olvídate de restar. El verdadero truco con el cero es muy distinto. Para eso necesitarás un poco de cabeza, querido. ¿Te sientes capaz, o estás demasiado cansado?
-No -dijo Robert-. Me alegro de no seguir resbalando. Encima de esta seta se está muy bien.
-Vale. Entonces te pondré una pequeña tarea.
¿Por qué el tipo es de pronto tan amable conmigo?, pensó Robert. Seguro que intenta tomarme el pelo.
-Adelante -dijo.
Y el diablo de los números preguntó:
-¡Si no es más que eso! -respondió Robert disparado-: ¡Diez!
-¿Y cómo lo escribes?
-No tengo un bolígrafo a mano.
-No importa, escríbelo en el cielo. Aquí tienes mi bastón.
Escribió Robert en el cielo en color lila.
-¿Cómo? -preguntó el diablo de los números-¡Cómo uno cero! Uno más cero no son diez.
-Qué tontería -gritó Robert-. Ahí no pone uno más cero, ahí pone un uno y un cero, y eso es diez.
-¿Y por qué, si me permites la pregunta, es diez?
-Porque se escribe así.
-¿Y por qué se escribe así? ¿Puedes decírmelo?
-Porque... porque... porque... Me estás poniendo nervioso -gimió Robert.
-¿No quieres saberlo? -preguntó el diablo de los números, reclinándose cómodamente en su seta.
Siguió un largo silencio, hasta que Robert ya no pudo soportarlo.
-¡Dilo de una vez! -exigió.
-Muy sencillo. Eso viene de los saltos.
-¿De los saltos? -dijo Robert con desprecio-. ¿Qué expresión es ésa? ¿Desde cuándo saltan los números?
-Se dice saltar porque yo lo llamo saltar. No olvides quién es el que manda aquí. No en vano soy el diablo de los números, recuérdalo.
-Está bien, está bien -le tranquilizó Robert-. Entonces ¿puedes decirme qué quieres decir con saltar?
-Encantado. Lo mejor será que volvamos a empezar por el uno. Más exactamente por el uno por uno.
»Puedes hacerlo tantas veces como quieras, siempre te saldrá únicamente uno.
-Está claro. ¿Qué otra cosa podría salir?
-Bien, pero ahora ten la bondad de hacer lo mismo con el dos.
-De acuerdo -dijo Robert.
» ¡Pero esto aumenta rapidísimo! Si sigo un poquito más, pronto volveré a necesitar la calculadora.
-No será necesario. Aún aumenta más rápido si coges el cinco:
-¡Basta! -gritó Robert.
-¿Por qué te asustas siempre que sale una cifra grande? La mayoría de las cifras grandes son absolutamente inofensivas.
-Yo no estoy tan seguro -dijo Robert-. De todos modos, me parece una lata multiplicar una y otra vez el mismo cinco por sí mismo.
-Sin duda. Por eso, como diablo de los números, yo no escribo siempre lo mismo, me resultaría demasiado aburrido, sino que escribo:
Etcétera. Cinco elevado a uno, cinco elevado a dos, cinco elevado a tres. En otras palabras, hago saltar al cinco. ¿Comprendido? Y si haces lo mismo con el diez aún resulta más fácil. Va como sobre ruedas, sin calculadora. Si haces saltar el diez una vez se queda como está:
»Si lo haces saltar dos:
»Si lo haces saltar tres:
-Si lo hago saltar cinco veces -exclamó Robert-, da 100.000. Otra vez, y me sale un millón.
-Hasta el aburrimiento -dijo el diablo de los números-. ¡Así de fácil! Eso es lo bonito del cero. Enseguida sabes lo que vale cualquier cifra según dónde esté: cuanto más adelante, tanto más; cuanto más atrás, tanto menos. Si tú escribes 555, el último cinco vale exactamente cinco, y no más; el penúltimo cinco ya vale diez veces más, cincuenta; y el cinco de delante vale cien veces más que el último, quinientos. ¿Y por qué? Porque se ha escurrido hacia delante. En cambio los cincos de los antiguos romanos no eran más que cincos, porque los romanos no sabían saltar. Y no sabían saltar por-que no tenían ceros. Por eso tenían que escribir números tan enrevesados como MCMLXXXVI.
-¡Alégrate, Robert! A ti te va muchísimo mejor. Con ayuda del cero y saltando un poquito puedes fabricar tú mismo todos los números corrientes que desees, no importa que sean grandes o pequeños. Por ejemplo el 786.
-¡Y para qué quiero yo el 786!
-¡Por Dios, no te hagas más tonto de lo que eres! Entonces coge tu fecha de nacimiento, 1986.
El anciano empezaba a hincharse de nuevo amenazadoramente, y la seta en la que estaba sentado, también.
-Hazlo -bramó-. ¡Pronto!
Ya vuelve a empezar, pensó Robert. Cuando se excita, este tipo se pone insoportable, peor que el señor Bockel. Con cuidado, escribió un gran uno en el cielo.
-¡Mal! -gritó el diablo de los números-. ¡Muy mal! ¿Por qué he tenido que ir a dar precisamente con un bobo como tú? Debes fabricar el número, ¡idiota!, no limitarte a escribirlo.
A Robert le hubiera gustado despertarse. ¿Tengo que aguantar todo esto?, pensó, y vio que la cabeza del diablo de los números se volvía cada vez más roja y gorda.
-Por detrás -gritó el anciano.
Robert le miró sin comprender.
-Tienes que empezar por detrás, no por delante.
-Quieres decir...
Robert no quiso discutir con él. Borró el uno y escribió un seis.
-Bien, ¿te has enterado por fin? Entonces podemos seguir.
-Por mí... -dijo Robert disgustado-. Sincera-mente, preferiría que no te diera un ataque de rabia por cualquier tontería.
-Lo siento -dijo el anciano-, pero no puedo evitarlo. Al fin y al cabo un diablo de los números no es Papá Noel.
-¿Estás satisfecho con mi seis?
El anciano movió la cabeza y escribió debajo:
-Eso es lo mismo -dijo Robert.
-¡Eso ya lo veremos! Ahora viene el ocho. ¡No olvides saltar!
De pronto, Robert entendió lo que el anciano quería decir y escribió:
Ahora ya sé cómo sigue -gritó, antes de que el diablo de los números dijera nada-. Para el nueve tengo que saltar dos veces con el diez.
Y escribió:
y saltando tres veces
Junto, resulta:
»Realmente no es tan difícil. Podría hacerlo, incluso sin diablo de los números.
¿Ah, sí? Creo que te estás poniendo un poquito arrogante, querido. Hasta ahora sólo has tenido que vértelas con los números corrientes. ¡Eso es coser y cantar!

Mientras lo decía, la sonrisa del diablo de los números se hacía cada vez más amplia. Ahora incluso se podían ver los dientes, un infinito número de dientes.
»Espera a que me saque de la manga los números quebrados. De ellos hay muchos más. Y luego los números imaginados, y los números irrazonables, de los que hay aún más que infinitos... ¡no tienes ni idea! ¡Números que giran siempre en círculo y números que no se acaban!
Mientras lo decía, la sonrisa del diablo de los números crecía y crecía. Ahora se le podían ver incluso los dientes, infinitos dientes, y entonces el anciano empezó a agitar su bastón ante los ojos de Robert...
-¡Socorro! -gritó Robert, y despertó. Todavía aturdido, le dijo a su madre
-¿Sabes cuándo nací? 6 x 1 y 8 x 10 y 9 x 100 y 1 x 1000.
-No sé qué le pasa a este chico últimamente dijo la madre de Robert, meneó la cabeza y le puso delante una taza de cola-cao. ¡Para que recobres fuerzas! No estás diciendo más que tonterías.
Robert se bebió su cola-cao y cerró el pico. Uno no puede contárselo todo a su madre, pensó.

TERCERA NOCHE

Si quieres seguir la historia pincha en el enlace




No hay comentarios:

Publicar un comentario